O MUÑOZ MOLINA

LOS PERSONAJES





Más que una novela de acción, Plenilunio es una novela de personajes. El autor se detiene mucho más en darnos datos sobre éstos que en contar una trepidante historia. La originalidad en la construcción de personajes es una constante de Muñoz Molina, más aún porque la realiza sobre caracteres que, en otros aspectos, tienen mucho de estereotipo. El trío formado por el inspector, Susana y el criminal es común en las novelas policiales, pero no lo es ni la evolución que nos da a conocer de cada uno de ellos ni tampoco el tipo de vínculo que establecen entre sí.

Dice Carmenza Kline:"El narrador reconstruye con morosidad [...] una ciudad deshumanizada, llena de figuras solitarias que al salir de sus trabajos conducen sin un rumbo determinado, cruzan los andenes con cautela o parece que huyen cuando doblan "las esquinas de los callejones",  y añade: "El narrador, los personajes y el lector se hacen partícipes de la soledad y la inseguridad de la ciudad y así comparten su soledad y su inseguridad interiores. El crimen lleva al encuentro fortuito de dos seres fracasados en sus matrimonios y sus universos personales: Susana, engañada por su exmarido, y el inspector, a cuya vida le faltan emociones y cuya esposa está recluida en el sanatorio.

También es característico de esta novela el hecho de que no abunden los personajes secundarios, que darían profundidad a los anteriores y una sensación de vida en el pueblo: sólo se cita a la mujer del inspector, al marido de Susana y a la mujer de Ferreras, los padres de Fátima y de Paula.

El INSPECTOR es una figura relevante de la obra. Como en el caso del asesino tampoco conocemos su nombre. Tenemos mucha información sobre su vida, porque al regresar al pueblo en que estudió, procedente del País Vasco, se enfrenta a sus orígenes, como hijo de padre represaliado tras la guerra, que ingresa en un colegio de curas para su reeducación en unos valores totalmente contrarios a los de su familia. Estudia Derecho y se hace policía. Poco a poco vamos conociendo más datos sobre su transformación: del niño débil y asustadizo que fue, al policía de la brigada político-social que denuncia a sus compañeros de facultad, renegando de sus orígenes. 

El autor lo sitúa como eje de de las relaciones interpersonales que se van estableciendo. Es un personaje activo que lleva el peso de la investigación sobre el asesinato de la primera niña. Esta tarea la lleva de una manera obsesiva constante y parece que casi sin ayuda. Sus compañeros de comisaría, con los que en buena lógica debería compartir caso y pesquisas, no aparecen prácticamente en la novela. Físicamente el protagonista aparece descrito de una manera somera. Es un hombre de mediana edad, de cabello gris con una anorak llamativo e inapropiado para el clima andaluz y que conserva de su paso por tierras cantábricas.

Al comienzo sólo tenemos la impresión de estar ante un policía concienzudo y solitario, obsesionado por el cumplimiento en el trabajo, por encontrar al violador. Poco a poco se van filtrando otros datos que modifican nuestra imagen sobre él. En una confesión con el Padre Orduña, ya al final, él mismo relata un pasado de violencia y alcohol, de prostitución y maltrato. Muñoz Molina nos quiere transmitir la realidad en toda su complejidad. No se trata de trazar una frontera entre buenos y malos. Al conocer a Susana Grey reflexiona sobre todo lo que ignora, sobre todo lo que se perdió por no haber sabido aprovechar su vida. Somos además los lectores los que debemos valorar lo que él cuenta.

EL PADRE ORDUÑA. Hemos mencionado la existencia de personajes que muestran el paso del tiempo y el contraste entre la nueva época y la de Franco. Tal es el caso del padre Orduña. En su juventud, durante la Guerra Civil, fue alférez provisional del bando franquista. De ahí evoluciona, primero hacia lo religioso y posteriormente hacia lo social: "íbamos a construir aquí una Ciudadela de Dios [...] Por eso el padre rector aceptó la idea de traer como internos a huérfanos del otro bando [el republicano] o a hijos de los que estuvieran en la cárcel" (77). 

Esos muchachos, sin embargo, no siguieron el camino que él hubiese deseado: "Otros, muchos más de los que él pudo imaginar, se fortalecieron y prosperaron, se volvieron arrogantes, se convirtieron en hombres que no se parecían en nada a quienes fueron de niños" (77). Esto no basta para que el padre cambie su forma de vida o su pensamiento, ya que más bien se obstina en pasar sin cambios por la transición. No logra seguir el ritmo de la evolución política y todavía siente nostalgia por su vida de otras épocas: “ Se había impuesto a sí mismo la tarea de custodiar lo que ya no importaba a nadie, de preservar lo olvidado y perdido, sus cartas de Passolini y de Althusser, sus remotos boletines ciclostilados que aliaban la buena nueva de Cristo y las diatribas de los profetas con los vaticinios científicos de Marx, de Lenin, de Ernesto Guevara.” (46-7)

La formación que el padre Orduña daba a los jóvenes apuntaba a algo muy distinto, apuntaba a construir la ciudad de Dios. Sin embargo, la sociedad ha ido por un camino muy distinto. Sigue celebrando misa, aunque ya no tiene fieles; sigue con sus convicciones, que ya no tiene que ocultar, como en la época en que la policía allanaba su apartamento, pero ya a nadie interesan. No es un derrotado, pero no logra renovar el vínculo con la sociedad, no consigue lo que han hecho el inspector, Susana Grey o Ferreras, quienes se limitan a desempeñar bien su oficio, incluso brillantemente, pero ajenos a toda preocupación que supere el buen ejercicio profesional, con lo que se convierten en personajes aheroicos y simples, aunque jamás vulgares. Se trata de una situación donde los anhelos, aun necesitando cierto bienestar político y económico de trasfondo, se han vuelto privados. 

En la figura del padre persiste otra época, con la que el inspector se encuentra al regresar a su pueblo para dilucidar el crimen. Esto fortalece el contraste entre el antes y después de la transición, marcando también el sentido de ésta. Se trata de una transición tranquila, sin rencores, donde el inspector puede ganarse la confianza y el afecto de ex opositores al régimen, de los parientes de la víctima o de Susana Grey, quien comienza mirándole con cierto recelo y termina convirtiéndose en su amante. 

SUSANA GREY ha sido esposa de un artesano intransigente en sus opciones políticas y sociales, incapaz de disfrutar de los placeres y que se vuelve cada día más amargo. Pero ese mismo artesano antifranquista y rígido la abandona por otra mujer y desde entonces Susana comienza a sentirse libre. A fines de los años noventa, época en que vagamente está ambientada la novela, ya no tiene prejuicios para enamorarse de este hombre simple que es el policía. Tampoco él tiene prejuicios o impedimentos para contarle su pasado, ni ella de escucharlo, sin que la política juegue papel alguno ya sea para unirles o separarles, excepto porque ambos se han acostumbrado a una España democrática donde la democracia ya no es tema de conversación ni preocupación. Si alguna vez el inspector ha sido "social", si "este cabrón empezó de social en la universidad", ya no importa, pues la transición personal ha sido hecha y cada uno de ellos está dedicado, para bien y para mal, a sus pequeños/grandes oficios (solucionar un crimen sexual es pequeño desde el punto de vista político, pero grande para quienes tienen lazos afectivos con la víctima). Esa transición, por cierto, se da sobre la base de que el franquismo ya no existe, de modo que a un policía ya no se le encarga ser "social", sino investigar crímenes, con lo cual el cambio individual tiene siempre como trasfondo el cambio político institucional que ni siquiera es mencionado. Ya nadie llama traidor al inspector, a pesar de que es hijo de un republicano encarcelado, ya nadie se preocupa tampoco de los curas obreros, como lo fue el padre Orduña, ni de guardar las cartas de Althusser o las de Passolini.

Hay en ella y también en los demás una suerte de resignación, incluso de impotencia, no por haber cambiado de ideales -ya hemos dicho que viven las modificaciones ideológicas de la transición sin traumas-, sino por el hecho de que conocen los límites de sus posibilidades: "la maestra de Fátima, a la que todos llamaban señorita Susana, le había parecido una mujer como fatigada o exiliada en un país de seres más ruidosos [el de los niños]" (80). Y, más adelante: "A Susana Grey le obsesionaba entender por qué su hijo, a quien había criado y educado ella sola durante tantos años, elegía ahora marcharse a vivir con su padre" (168). 

Por su parte, el inspector, después de haber dormido por primera vez con Susana, dice en confesión al padre Orduña: "no he conocido a nadie que tenga tantos libros, tantos discos, de tantas músicas que yo ni sabía que existieran [...] y yo ahora descubro que no sé nada, que en realidad no me he preocupado de aprender ni de entender nada, de pronto no sé en qué se me ha ido la vida" (254). (5) Algo similar le sucede a Ferreras, el forense, que tiene una especial forma de relacionarse con los vivos: “Pero hacia los vivos Ferreras no estaba muy seguro de sentir verdadera piedad, porque lo que sentía cada vez más, a medida que se le iban pasando los últimos años de la juventud, era incomprensión, desconcierto, ira, recelo, pavor, un deseo cada más definido de apartarse del mundo [...] y de intervenir en él únicamente mediante la práctica rigurosa de su trabajo.” (112). Queda así de manifiesto que no muestran nostalgia, pero tampoco se sienten triunfadores; viven en la cómoda sociedad de la transición que les remite a sí mismos, si bien ese sí mismos no les basta. 

 EL ASESINO. Es un personaje sin nombre, al que conocemos en profundidad porque el autor se encarga de proporcionarnos muchos datos sobre su vida frustrada. Con 23 años, debe levantarse de madrugada para trabajar como pescadero. Odia a sus padres a quienes culpa de haber cortado sus expectativas y a los que desea ver muertos.

La caracterización del criminal como impotente produce un efecto sorpresa, pues lo disminuye a él y al crimen, quitándoles el posible carácter excesivo y convirtiéndolo en un individuo sometido a males como cualquier otro ser humano. En efecto, en una conversación entre el inspector y el forense, primero nos enteramos de que, aunque asfixió a Fátima con las bragas de ella, no logró penetrarla: "-No la violó -dijo de golpe Ferreras, apurando el coñac" (71). Y poco después leemos que no tuvo eyaculación: "En ningún momento se corrió, el maldecido. Ni rastro de semen, fuera o dentro de ella. Le desgarró la vagina, eso sí. Con los dedos, seguramente" (71). La situación es relativamente semejante cuando ataca a Paula, su segunda víctima (208).

Aunque poco común, la impotencia de los criminales sexuales, sumada a lo que después conocemos de su propia vida, hace del asesino un individuo minúsculo y común. Es hijo de padres pobres e ignorantes, nacidos probablemente en los primeros años del franquismo o en la posguerra civil, a los que desprecia con el mismo resentimiento que éstos tienen hacia quienes han hecho estudios, a quienes en cierta medida han tenido éxito. El criminal conoce el fracaso, primero el sexual (en el servicio militar, en la imposibilidad de erección), pero también social (es vendedor de pescado) y afectivo (desprecio hacia sus padres, de quienes sólo espera que mueran para quedarse con la herencia). Pero el fracaso es, también, el del vínculo social, ya que no tiene más vínculo que el dinero. Siendo un adulto joven, de veintitrés años, tiene comportamientos de adolescente en el que nada es propiamente de él: ni la casa, ni el lenguaje, ni las mujeres que desea poseer, ni el modo como pretende hacerlo. 

Lo peligroso del asesino no proviene, entonces, de una fuerza física descomunal, ni de una pasión excesiva, ni de una provocación por parte de las niñas. Nunca las ha visto, son colegialas de edad preerótica y las elige al azar, en el momento, dando al conjunto un aspecto azaroso y en el que la voluntad juega poco papel. El criminal es todo lo contrario de lo que suele ser el criminal de las novelas policiales de rango menor y de lo que constituye la descripción de crónicas cuando se refieren a hechos semejantes. Sólo el profesional de las investigaciones policiales, un médico forense o especialista en esas materias están al tanto de la tipología sicológica de los agresores sexuales, por lo que el enterarse de la impotencia es, para el lector culto medio, una sorpresa, y para la construcción de la trama, un elemento que la hace más compleja, rica y dotada de suspense. Un agresor que viole y mate restringe una novela policial al nivel de la crónica roja que se pregunta por la identidad del criminal, pero no por la personalidad del mismo, alguien que se agota en su personalidad perversa. Pero ese criminal, que responde al modelo antiguo, es decir heroico y en cierta medida rural del asesino, no cabe en una ciudad ordenada y moderna de provincias donde el anonimato, la igualdad, los sistemas de educación, salud y de seguridad han apaciguado los rasgos extremos de sus habitantes, los que: “Imaginaban un fantasma al que habían dotado con todos los atributos abstractos de la crueldad y el terror, y al mismo tiempo sabían, aunque difícilmente aceptaban pensarlo, que no era una sombra de película en blanco y negro, ni uno de los tenebrosos ladrones de niños de las leyendas de otros tiempos sino alguien idéntico a ellos, soluble en las caras de la ciudad, escondido en ellas.” (50)

En Plenilunio, al misterio de la identidad del culpable, tan común en las novelas policiales, se le agrega necesariamente el de su personalidad, pues el narrador, como acabamos de ver, se encarga de desmentir que responda al prejuicio relativo al agresor sexual. Parece tener una doble personalidad: trata amablemente a las clientas de la pescadería, sus vecinas piensan que es un chico formal que se ha puesto a trabajar, tras enfermar su padre, lo que contrasta con lo que conocemos de sus pensamientos y traumas. 

No es una suerte de fauno desesperado al no existir en esa ciudad de la España posfranquista un mundo de ninfas (como la que crea, por ejemplo, Vladimir Nabokov en Lolita) o de destape (tema común en el período inmediatamente posterior a la muerte de Franco en 1975). Con ello Antonio Muñoz aborda, con éxito, una veta poco explorada y de difícil tratamiento literario, pues un crimen sexual contra una niña, con abundantes descripciones de cómo se produce y qué huellas deja en el cuerpo de la víctima podría prestarse a una novela pornográfica con tintes de sadismo. Alternando párrafos, el narrador describe en uno el recuerdo plácido que tiene el inspector de su primer encuentro sexual con Susana Grey: "casi sin darse cuenta había comenzado a acariciarla mientras hablaban en voz baja, tan lentamente como ella entraba en calor [...] le parecía que la veía a ella como era ahora mismo y como había sido la primera vez que unos ojos masculinos la vieron desnuda" (222).

Hay algo, sin embargo, en la prosa y en la ambientación que, aun con cierto deleite en la descripción de las heridas, no llega a lo pornográfico ni a lo sádico. Tal vez sea esa pasión fría que atraviesa su escritura, sin panegíricos ni diatribas, su frase larga donde pasa de la tercera a la primera persona constantemente, moderando así, con la doble perspectiva, la del personaje y la del narrador, el efecto que pudiera producir la focalización en uno solo de ellos.

El criminal es como un hombre-lobo, que sale las noches de luna llena para atacar a sus víctimas. De hecho, al comienzo de la obra (pág. 35) dice el narrador:”las facciones de un asesino irrumpiendo en una cara vulgar, transformándola como el pelo del Hombre Lobo en esa película que habían puesto unas noches antes en la televisión, muy tarde”.

FERRERAS, el forense, cumple dos funciones: darnos los datos de la muerte de la niña y conocer mejor el pasado de Susana Grey con la que tiene relación desde los tiempos de estudiante y de la que sigue siendo amigo y confidente. Este médico, que por razón de su cargo mantiene frecuentes charlas con el inspector, sirve también para establecer un contraste de carácter con él: éste es callado, reflexivo, introvertido; el médico es mucho más charlatán, impulsivo y extravertido.

En lo que respecta al asesino de ETA, Muñoz Molina no aprovecha nunca la imagen negativa que tiene esa organización. Del enviado por ETA no tenemos ni la perspectiva en primera persona ni la del flujo de conciencia que nos indique algo de sus motivaciones o de sus sentimientos y que nos permita un juicio "interno" sobre él. Resulta siempre invisible y todo lo que el lector conoce proviene de las notas que el asesino político transcribe a su ordenador y que se supone orientarán más tarde al ejecutor material del atentado. Esas notas descubren aspectos de la vida del policía, como el hecho de que "cuando no está trabajando pasa solo la mayor parte del tiempo. No recibe visitas" (117), pero nada nos dicen, al menos directamente, de la personalidad de observador de ETA, excepto lo que el lector imagina del temperamento que corresponde a quien toma notas tan ordenadamente para planificar un crimen. 

El silencio o ausencia de juicio moral sobre ETA también es tan inesperado como hábil, ya que pocos son los que pueden poner en una novela a una organización con tanta carga política sin decir nada de esta carga y sin que el silencio signifique quedarse en lo superficial. El juicio sobre el acto cometido por dicha organización contra el policía no es ni siquiera insinuado por el narrador, lo que no impide entregar, indirectamente, todas las pistas, porque queda al arbitrio del lector decidir si, por ejemplo, la investigación del crimen contra las niñas así como la protección personal que entrega el policía a Paula significan un rompimiento completo con el hecho de haber sido "social" o si esa "nueva vida" del inspector al destacarse en una investigación de indiscutible utilidad común no justificaría la revisión, por parte de ETA, de los planes que tiene en su contra.

Excepto los padres del criminal y el padre Orduña, los personajes de la generación precedente a la del criminal (el inspector, Susana, Ferreras) no manifiestan nostalgia por los valores de compromiso político a los que nunca adhirieron plenamente, pero por los que entonces se dejaban llevar. El inspector se hace policía y social, con escándalo para su padre, que se encuentra en la cárcel por oponerse a Franco, mientras que Susana, tras haber descrito la vida con su ex marido, "sonreía, apiadada retrospectivamente de sí misma, con un brillo de suave y lenta embriaguez en los ojos, recordando quién fue, con ironía e incredulidad" (156), lo que no le impide seguir siendo "maestra progresista" (153). Pero la atenuación de los valores anteriores en la vida posterior de cada uno de ellos no se traduce en una adhesión a algunos de los nuevos (consumismo, por ejemplo), sino que simplemente conviven en una nueva situación de tolerancia transformada parcialmente en una indiferencia humana y social donde cada cual puede disolverse en medio de los demás.